6 de agosto, 1876. Haworth, Inglaterra.
Querida Amaranth:
Apuesto a que no podréis leer estas líneas de trazo irregular, estos renglones torcidos en los que voy grabando vuestro nombre…
No sé por dónde empezar, quizá por la primera vez que pude sentir vuestra presencia en aquel vacío de mi existencia. Mis dulces tinieblas abrieron paso en aquel momento a la luz que desprendíais.
Cuando el valor se apoderó de mí y pude, con mucha timidez, preguntar el nombre al cual vos responderíais, con igual dulzura con la que caminabais, mi vida empezó a virar entre elipses de esperanza.
Aquella soledad que arañaba mi pecho y provocaba que por mi mente rondase la loca y útil idea de acabar con mi vida arrojándome a los oscuros abismos del océano, se vio obligada a marchar en el instante en el que aparecisteis.
A tu lado, un eterno baile en una Luna que jamás acabaría para los dos. Y ese beso ardiente y a la vez suave y dulce como el vino, ese “os amo” tan inesperado.
Aún sigo recordando las veces que volvía de cumplir mi trabajo, a vos apoyada sobre la farola a poco más de la media mañana, con esa sonrisa resplandeciente que despejaba el nublado cielo que apenas podía apreciarse.
Mi muy querida Amaranth, la fuerza y el fuego que me brindasteis con el paso de los años, han hecho de mí una mejor persona. Renacía a vuestro lado después de la muerte tan dulce que me proporcionaba los paseos por tu cuerpo frágil y pálido, amaneciendo colmado de belleza por el hermoso cuadro que representaba vuestro cuerpo sobre las sábanas, empapándolo todo con su aroma de jazmín en flor que tanto adoraba en mi juventud.
Fueron tiempos de luz en mi vida, ahora son sólo recuerdos convertidos en ceniza que se esparcieron por el mar de nueva y oscura desolación que me atormentarán hasta que al fin acabe con tal sufrimiento.
Justo ahora que estoy escribiendo ésta letras, os veo, danzando sobre la cama en la que habéis perecido con un extraño aura de color púrpura rodeándoos. Los labios apretados, los ojos apagados que jamás volverán a brillar.
Éste es el fin, amor… No os deseo suerte en vuestro nuevo camino, mas sé que la tendréis, los ángeles como vos siempre encuentran la senda indicada hacia su destino.
Nos os preocupéis por mí, pues sé que mi libertad se hallará al fin completa cuando volvamos a estar unidos, pero ésta vez para toda la eternidad. Descansa mi voluntad en ésta carta sobre vuestro ataúd, nueva cárcel de madera que os envuelve en suaves caricias de seda. La última campana de vuestra siniestra despedida marca la sentencia de mi dicha y de mi injusta mortalidad.
Aguardadme, mi amada Amaranth, la oscuridad nos pertenece.
Es aquí donde muero.
Por siempre vuestro:
Graeme McCàirdeaner
David Sánchez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario